Hay quien ha
afirmado que en esta última edición de
los Oscars no ha habido ni grandes ganadores ni grandes perdedores. Tampoco
ha habido grandes sorpresas. Las tres películas que más expectación habían
despertado y que se postulaban como las principales favoritas, se han repartido
de modo equitativo los premios: Argo (3): Mejor
Película, Mejor Guión Adaptado y Mejor Montaje; La vida
de Pi (4): Mejor Dirección, Mejor Fotografía, Mejor Banda Sonora y
Mejores Efectos Visuales; y Lincoln (2): Mejor Actor
Principal y Dirección Artística.
A priori, la
lista de las nueve películas que optaban al máximo galardón representaban una
interesante variedad de apuestas cinematográficas. Desde thrillers de corte tradicional como Argo o La noche más oscura,
o biopics patrióticos como Lincoln,
hasta nuevos exponentes de géneros clásicos como el musical (Los miserables),
el western (Django
desencadenado) o la comedia romántica (El lado
bueno de las cosas), pasando por el cine más independiente (Bestias del sur
salvaje o Amor) y sin dejar de lado
otras películas tan bellas como inclasificables (La vida de Pi).
Entre los
posibles comentarios y valoraciones que podrían hacerse sobre esta 85 edición
de los Oscars, destacaría, en primer lugar, la consolidación de Ben Affleck como
uno de los actores-directores con mayor talento. Con apenas tres títulos a sus
espaldas –Adiós, pequeña, adiós
(2007), The Town (2010) y Argo (2012)– se ha consolidado como un
realizador maduro, con un cine inteligente y profundo, que guarda cierto paralelismo
con el de otros actores-directores como George Clooney
o Clint Eastwood.
Aunque el Oscar a la Mejor Dirección se lo haya arrebatado Ang Lee, Affleck
ha confirmado su valor en alza en Hollywood.
En segundo
lugar, destacaría La vida de Pi como una
singular experiencia narrativa y sensorial, un tipo de cine a medio camino
entre la fábula moral y la fantasía, muy al estilo de Big Fish
(2003); un relato visual de gran belleza y calado. Ang Lee ha demostrado ser un director tremendamente versátil, y con
esta película ha alcanzado unas cotas de dominio del arte cinematográfico al
que pocos directores pueden aspirar.
Un caso diferente
es el de Steven Spielberg.
Me llama la atención que, siendo un director tan vigoroso en la puesta en
escena y en el manejo de la urdimbre emocional del relato cinematográfico, sea
tan desigual en algunas de sus películas. Así por ejemplo, poco tiene que ver a
mi juicio el Spielberg de El imperio del Sol (1987), La lista de Schindler
(1993) o Salvar al soldado Ryan
(1998) con el de Amistad (1997) o Caballo de batalla (2011).
En este sentido, Lincoln se queda a
medio camino. Sin duda, se trata de una película por encima de su media, pero
no alcanza el nivel de sus mejores filmes. Curiosamente, como ha señalado la
crítica, este retrato de uno de los presidentes norteamericanos más
emblemáticos resulta hasta cierto punto frío y sin alma. Le salva la poderosa y
convincente interpretación de Daniel Day-Lewis,
que nos ofrece en todo caso el lado más humano del personaje , mezcla de
fragilidad física y firmeza interior.
Un cuarto caso
digno de mención es Quentin Tarantino,
uno de los enfants terribles de
Hollywood, que vuelve a conquistar al público, a la crítica y a los profesionales
como ya lo hiciera anteriormente con Malditos bastardos (2009).
Su peculiar homenaje al spaghetti western
–tan violento y surrealista como sus predecesores–, le ha otorgado su segundo
Oscar como guionista (el primero fue por Pulp Fiction, 1994).
Finalmente, en
estos últimos Oscars ha vuelto a destacar el cine europeo a través de la pluma
existencialista de Michael Haneke,
cuya última película, Amor, se ha
alzado con el Oscar a la Mejor Película Extranjera –al mismo tiempo que
competía también en el resto de categorías. Haneke es fiel a su visión del hombre
y del mundo, tan cortante y desesperanzada. En cualquier caso, y como se ha
visto en los últimos años, el cine europeo compite en igualdad de condiciones
con el hollywoodiense, en este escaparate internacional que son los premios de
la Academia Americana.
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