lunes, 9 de julio de 2012

Cine y autoría


Un tema que siempre me ha atraído –y al que he dedicado cierta atención– es la autoría de la obra cinematográfica. Para muchos, se trata de un debate estéril –cuando no teórico–. Lo cierto es que posee unas evidentes consecuencias prácticas (como, por ejemplo, los derechos de autor). Se trata de una cuestión discutida, abierta y sobre la que no existe consenso (piénsese en las diferencias sustanciales entre el sistemas legal anglosajón y el continental). Sin embargo, acercarnos al sustrato conceptual ayudará a entender mejor el acierto o desacierto de algunas formulaciones legales.
Como es bien sabido, a la hora de hablar de la autoría de una película prevalecen fundamentalmente dos corrientes de opinión: aquellos que entienden el cine como una labor creadora conjunta, a todos los efectos; y los defensores de la llamada teoría o política del autor (politiques des auteurs), que señalan al director como único responsable creativo. Quiero advertir desde el principio, que no me decanto plenamente por ninguna de las dos visiones, sino más bien por una vía intermedia, como trataré de explicar.
Como es de sobra conocido, fueron los críticos de Cahiers du Cinema quienes lanzaron la propuesta de considerar al director como el único y principal autor de la obra cinematográfica. David Bordwell y Kristin Thompson sintetizan así sus postulados: “La mayor parte de la gente que estudia el cine considera al director como el autor de la película. Aunque el guionista prepare un guión, éste puede sufrir profundas modificaciones durante las fases de producción. Y aunque el productor supervise todo el proceso, rara vez controla minuto a minuto lo que sucede en el set. Es el director quien toma las decisiones cruciales sobre las interpretaciones, la puesta en escena, la iluminación, el encuadre, el montaje y el sonido. En suma, el director posee casi todo el control sobre el aspecto visual y sonoro de la película”.
Para otros autores como Alan Lovell y Gianluca Sergi, tras este postulado se escondían dos intenciones discutibles: primero, “otorgar al cine una especie de legitimidad cultural, es decir, situarlo al mismo nivel que las más prestigiosas artes tradicionales. El punto de partida era que todo gran arte presuponía una forma de expresión personal, de modo que los cineastas cuyas obras poseían esta cualidad debían ser considerados autores”; y segundo, “otorgar al cine una distinción como forma artística, en la que el director es la figura principal, no el guionista”. El problema se plantea –señalan estos autores– cuando se intenta aplicar esta teoría a un cine como el hollywoodiense (predominante, en muchos sentidos), en el que la obra cinematográfica responde más a criterios de producto comercial que a la visión personal de un solo artista. Quizá ambos extremos resulten irreconciliables; o quizá la clave esté en buscar el punto de unión entre ambos.
            En su célebre artículo sobre el arte cinematográfico (1947), Erwin Panofsky afirmaba: “Se puede decir que una película (…) llega a existir gracias a un esfuerzo conjunto en el que todas las contribuciones tienen el mismo grado de permanencia”. Junto a ello, Panofski añade el “carácter comercial” del arte cinematográfico, un “arte cuya intención primera no es la de satisfacer las ansias creativas de su autor sino las exigencias de un patrón o de los compradores”. En mi opinión, este matiz resulta crucial para entender –en un sentido positivo– cómo los enormes condicionantes económicos del proceso de producción afectan al desarrollo creativo y exigen, en muchos casos, el consenso de múltiples punto de vista “autorales”.
Este modo de entender el cine como un “arte compartido” (collaborative art) es la visión más extendida hoy día entre los estudiosos y profesionales de la industria cinematográfica, como ponen de manifiesto entre otros Scott (1975), Chase (1975), Seger y Whetmore (1994) o los mencionados Lovell y Sergi (2005). Son estos últimos quienes, tras estudiar el proceso “autoral” de numerosas producciones de Hollywood, defienden los términos de “autoría colectiva” y “expresión (autoral) colectiva” en las obras cinematográficas. Es decir, de un lado defienden un sentido amplio del término “autor” (director, guionista, productor, director de fotografía, actores, etc.); de otro, señalan que no puede considerarse una película como una obra de “expresión personal”, en cuanto que “toda visión está fuertemente mediada a través de la interacción del director con los otros cineastas que intervienes. Esta mediación a menudo redefine o replantea la expresividad personal del director”. Tras esta idea subyace, en mi opinión, un punto capital, como es la necesidad de calibrar el impacto de cada una de las aportaciones en la obra resultante, para afinar lo más posible a la hora de reconocer la responsabilidad creativa (autoral).
Al mismo tiempo, y en beneficio de los postulados de la teoría del autor, la consideración del cine como un arte colectivo no se opone a la defensa de una mente predominante que infunda en cada filme una visión particular o un estilo determinado. En este sentido, autoría colectiva no implica la “despersonalización” de la obra cinematográfica, como advertía George Charensol en otro conocido ensayo. O en palabras de Jean Mitry: “Por estar el cine industrializado, todo filme es producto de un trabajo colectivo; pero si diversos técnicos tienen que resolver problemas particulares, el conjunto es siempre planteado por uno solo, que lo orienta en la dirección que desea verle tomar. Decir que un filme es una obra colectiva, dejando entender con esto que el autor es esa misma colectividad, constituye un absurdo. Supone confundir autor y entorno”. Si en la mayoría de los casos esta función viene desempeñada por el director, en otros se aprecia una singular influencia del productor, del guionista o incluso de un actor determinado. A este respecto, Mitry apunta a la relación existente entre creatividad y personalidad como clave para entender el proceso de creación fílmica: “Cualquiera que sea la personalidad dominante (director, guionista, productor), ella será la que siempre se imponga. Esta personalidad (...) les permite acceder poco a poco a la libertad de elección, concepción y tratamiento cinematográfico. A su vez, se convierten, si son capaces, en verdaderos autores. Pero se adivina que esto es la excepción”.
Por ello, aplicando este binomio de creatividad y personalidad al caso que nos ocupa, el productor francés André H. Des Fontaines escribió justo en la década en que cobraba vigencia la teoría del autor que también “un productor puede testimoniar su personalidad y (...), por la vinculación misma de los autores y de los realizadores, expresar su propio gusto”, es decir, imprimir su sello creativo. De la misma opinión es Tim Adler, autor de un reciente libro sobre productores creativos, quien afirma: “El cine es un medio que exige colaboración, pero el mito del director como autor continúa siendo promulgado –mayormente por los directores mismos (…). Sin embargo, si algunos cineastas poseen claramente un estilo o fondo reconocible, entonces algunos productores pueden ser [considerados] tan autores como los directores”. Y, para ilustrar la veracidad de esta afirmación, menciona a renglón seguido los casos paradigmáticos de David Selznick, Sam Spiegel  y David Puttnam . Quien conozca bien los entresijos de grandes películas como Lo que el viento se llevó (V. Fleming, 1939), La ley del silencio (E. Kazan, 1954) o Carros de fuego (H. Hudson, 1981), deberá admitir que la responsabilidad creativa está compartida entre sus directores y sus productores. Quizá se trate de casos únicos, pero sirven para ilustrar hasta qué punto el productor puede acabar siendo tan responsable del resultado final como el propio director o el guionista.
            Sucede sin embargo que, en ocasiones, la cuestión sobre a quién pertenece la visión creativa dominante adquiere unos límites un tanto difusos, especialmente en el caso de aquellos directores y productores que poseen un genuino talento creativo y una marcada personalidad. Prueba de ello es la aparición de la categoría del productor-director (o director-productor) para definir tanto a directores (Capra, Wilder, Hitchcock o Spielberg) como a productores (Selznick, Kramer o Lucas), cuyo rasgo común se centra en su condición de autores principales de sus respectivos filmes, más allá de la tarea concreta de dirección o producción que hayan desempeñado. Es más, lo que este concepto pone de relieve, en opinión de David Thomson, no es tanto la capacidad de algunos productores para actuar como “cuasi-directores”, sino el talento de algunos directores para asumir las tareas de producción y ejercer así un control total sobre la obra fílmica; en este sentido, lo que este autor viene a sugerir es que la tarea de producción, cuando es realmente creativa, puede adquirir mayor relevancia incluso que la sola función de dirigir. Así por ejemplo, películas como Poltergeist o El secreto de la pirámide, aunque hayan sido dirigidas por competentes hombres de oficio, son esencialmente películas de Spielberg. De igual manera, nadie piensa en El imperio contraataca o en El retorno del Jedi como películas de alguien que no sea George Lucas.
Por eso, otro destacado profesional como Robert Evans –productor de Chinatown (1974), Marathon Man (1976) o Urban Cowboy (1980)–, reflexionando sobre la relación entre directores y productores desde la perspectiva creatividad-personalidad, señala: “Una película es una forma de arte compartido. A lo largo de la historia del cine, salvo raras excepciones, las mejores obras de los directores han sido realizadas en colaboración con productores fuertes (...). Dentro de este entramado de colaboración, que tiene que ver tanto con personalidad como con creatividad, hay que ser inquisitivo y tener una actitud desafiante. A veces esto conduce a discusiones acaloradas, pero las películas tienen una mayor probabilidad de triunfar si nacen de la convicción y de la pasión”.
            De la misma opinión se muestra un director europeo bien conocido, como Jean-Jacques Annaud: “En Europa decimos que se trata sólo del director; en América, que se trata sólo del productor. La verdad no reside en ninguno de los dos extremos, sino en la mezcla armoniosa de ambos. La mayoría de las películas que han resultado exitosas desde el punto de vista artístico y comercial, han sido acometidas por un productor y un director que se han entendido mutuamente y que han luchado por hacer la película con un mismo objetivo (…). Sólo aquellos que han creado la película –el guionista, el productor y el director– saben cómo va a terminar. Si se dedican a pelear entre ellos, será un desastre”.
El equilibrio creativo cuando coinciden dos o más egos suele resultar difícil. Sin embargo, en orden a conjugar la competencia creativa del productor, por un lado, y el respeto a la necesaria autonomía del autor (director o guionista), por otro, puede resultar muy útil la distinción terminológica que Martin Dale propone: “El autor del filme –el guionista y el director– permanece como la aportación creativa originaria: debe ser respetado y debe garantizarse para él la suficiente libertad. El productor, incluso cuando lleva la iniciativa en la idea, es un ‘mecanismo de capacitación’: un creativo, pero no el creador. Utilizando un ejemplo gráfico, el autor da luz a una criatura, mientras que el productor actúa como la comadrona: sin comadrona, la criatura y el creador están en peligro”. Se trata, por tanto, de tener clara la distinción entre los términos creador y creativo, o lo que es lo mismo, entre la facultad creadora o inventiva y la facultad creativa. La primera haría referencia al acto de engendrar la historia y los personajes (creación “de la nada”), y la segunda, a la capacidad de realizar aportaciones que mejoren más o menos sustancialmente esa creación (como una “segunda creación” a partir de un material preexistente). De este modo, el término creador se reserva, en sentido estricto, para aquella mente que da origen a una idea o historia (el guionista) y para quien la transforma en un relato audiovisual (el director); y el término creativo calificaría a aquel talento que actúa sobre esa materia prima, desarrollándola o ayudando a plasmarla en imágenes y sonidos (productor, director de fotografía, director artístico, montador, etc.).
Todo esto es, por supuesto, muy matizable. Y no solo porque todo debate conceptual lo es, sino también porque entran el juego las particularidades del proceso de creación de cada obra cinematográfica y el talento creativo de quienes intervienen en ella. Así pues, resulta difícil generalizar, aunque cualquier legislación sobre derechos de autor lo hace. A ello dedicaremos el próximo artículo, enfocado en el caso español.

Una versión previa de estas reflexiones se encuentra recogida en el artículo “El productor creativo: ¿tautología o excepción?

© Alejandro Pardo, 2012. Quedan reservados todos los derechos. Puede reproducirse el contenido de este blog con permiso del autor.

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