Un tema que siempre me ha atraído –y al que he
dedicado cierta atención– es la autoría de
la obra cinematográfica. Para muchos, se trata de un debate estéril –cuando
no teórico–. Lo cierto es que posee unas evidentes consecuencias prácticas
(como, por ejemplo, los derechos de autor). Se trata de una cuestión discutida,
abierta y sobre la que no existe consenso (piénsese en las diferencias sustanciales
entre el sistemas legal anglosajón y el continental). Sin embargo, acercarnos
al sustrato conceptual ayudará a entender mejor el acierto o desacierto de
algunas formulaciones legales.
Como es bien sabido, a la hora de hablar de la
autoría de una película prevalecen fundamentalmente dos corrientes de opinión:
aquellos que entienden el cine como una
labor creadora conjunta, a todos los efectos; y los defensores de la
llamada teoría o política del autor (politiques des
auteurs), que señalan al director como único responsable creativo.
Quiero advertir desde el principio, que no me decanto plenamente por ninguna de
las dos visiones, sino más bien por una vía intermedia, como trataré de
explicar.
Como es de sobra conocido, fueron los críticos de Cahiers
du Cinema quienes lanzaron la propuesta de considerar al director como
el único y principal autor de la obra cinematográfica. David
Bordwell y Kristin Thompson sintetizan
así sus postulados: “La mayor parte de la gente que estudia el cine considera
al director como el autor de la película. Aunque el guionista prepare un guión,
éste puede sufrir profundas modificaciones durante las fases de producción. Y
aunque el productor supervise todo el proceso, rara vez controla minuto a
minuto lo que sucede en el set. Es el
director quien toma las decisiones cruciales sobre las interpretaciones, la
puesta en escena, la iluminación, el encuadre, el montaje y el sonido. En suma,
el director posee casi todo el control sobre el aspecto visual y sonoro de la
película”.
Para otros autores como Alan
Lovell y Gianluca Sergi, tras
este postulado se escondían dos intenciones discutibles: primero, “otorgar al
cine una especie de legitimidad cultural, es decir, situarlo al mismo nivel que
las más prestigiosas artes tradicionales. El punto de partida era que todo gran
arte presuponía una forma de expresión personal, de modo que los cineastas cuyas
obras poseían esta cualidad debían ser considerados autores”; y segundo,
“otorgar al cine una distinción como forma artística, en la que el director es
la figura principal, no el guionista”. El problema se plantea –señalan estos autores–
cuando se intenta aplicar esta teoría a un cine como el hollywoodiense (predominante,
en muchos sentidos), en el que la obra cinematográfica responde más a criterios
de producto comercial que a la visión personal de un solo artista. Quizá ambos extremos resulten
irreconciliables; o quizá la clave esté en buscar el punto de unión entre ambos.
En su célebre artículo sobre el arte
cinematográfico (1947), Erwin Panofsky afirmaba:
“Se puede decir que una película (…) llega a existir gracias a un esfuerzo
conjunto en el que todas las contribuciones tienen el mismo grado de
permanencia”. Junto a ello, Panofski añade el “carácter comercial” del arte
cinematográfico, un “arte cuya intención primera no es la de satisfacer las
ansias creativas de su autor sino las exigencias de un patrón o de los
compradores”. En mi opinión, este matiz resulta crucial para entender –en un
sentido positivo– cómo los enormes condicionantes económicos del proceso de
producción afectan al desarrollo creativo y exigen, en muchos casos, el consenso
de múltiples punto de vista “autorales”.
Este modo de entender el cine como un “arte
compartido” (collaborative art) es la
visión más extendida hoy día entre los estudiosos y profesionales de la
industria cinematográfica, como ponen de manifiesto entre otros Scott (1975), Chase
(1975), Seger
y Whetmore (1994) o los mencionados Lovell y Sergi (2005). Son estos últimos quienes, tras estudiar el
proceso “autoral” de numerosas producciones de Hollywood, defienden los
términos de “autoría colectiva” y “expresión (autoral) colectiva” en las obras
cinematográficas. Es decir, de un lado defienden un sentido amplio del término
“autor” (director, guionista, productor, director de fotografía, actores,
etc.); de otro, señalan que no puede considerarse una película como una obra de
“expresión personal”, en cuanto que “toda visión está fuertemente mediada a
través de la interacción del director con los otros cineastas que intervienes.
Esta mediación a menudo redefine o replantea la expresividad personal del
director”. Tras esta idea subyace, en mi opinión, un punto capital, como es la
necesidad de calibrar el impacto de cada una de las aportaciones en la obra
resultante, para afinar lo más posible a la hora de reconocer la
responsabilidad creativa (autoral).
Al mismo tiempo, y en beneficio de los postulados
de la teoría del autor, la consideración del cine como un arte colectivo no se
opone a la defensa de una mente predominante que infunda en cada filme una
visión particular o un estilo determinado. En este sentido, autoría colectiva
no implica la “despersonalización” de la obra cinematográfica, como advertía George Charensol
en otro conocido ensayo. O en palabras de Jean Mitry: “Por estar
el cine industrializado, todo filme es producto de un trabajo colectivo; pero
si diversos técnicos tienen que resolver problemas particulares, el conjunto es
siempre planteado por uno solo, que lo orienta en la dirección que desea verle
tomar. Decir que un filme es una obra colectiva, dejando entender con esto que
el autor es esa misma colectividad, constituye un absurdo. Supone confundir
autor y entorno”. Si en la mayoría de los casos esta función viene desempeñada
por el director, en otros se aprecia una singular influencia del productor, del
guionista o incluso de un actor determinado. A este respecto, Mitry apunta a la
relación existente entre creatividad y personalidad como clave para entender el
proceso de creación fílmica: “Cualquiera que sea la personalidad dominante
(director, guionista, productor), ella será la que siempre se imponga. Esta
personalidad (...) les permite acceder poco a poco a la libertad de elección,
concepción y tratamiento cinematográfico. A su vez, se convierten, si son
capaces, en verdaderos autores. Pero se adivina que esto es la excepción”.
Por ello, aplicando este binomio de creatividad y
personalidad al caso que nos ocupa, el productor francés André H. Des Fontaines
escribió justo en la década en que cobraba vigencia la teoría del autor que también
“un productor puede testimoniar su personalidad y (...), por la vinculación
misma de los autores y de los realizadores, expresar su propio gusto”, es
decir, imprimir su sello creativo. De la misma opinión es Tim
Adler, autor de un reciente libro sobre productores creativos, quien
afirma: “El cine es un medio que exige colaboración, pero el mito del director
como autor continúa siendo promulgado –mayormente por los directores mismos (…).
Sin embargo, si algunos cineastas poseen claramente un estilo o fondo
reconocible, entonces algunos productores pueden ser [considerados] tan autores
como los directores”. Y, para ilustrar la veracidad de esta afirmación,
menciona a renglón seguido los casos paradigmáticos de David Selznick,
Sam Spiegel
y
David Puttnam
.
Quien conozca bien los entresijos de grandes películas como Lo que el viento se llevó (V. Fleming,
1939), La ley del silencio (E. Kazan,
1954) o Carros de fuego (H. Hudson,
1981), deberá admitir que la responsabilidad creativa está compartida entre sus
directores y sus productores. Quizá se trate de casos únicos, pero sirven para
ilustrar hasta qué punto el productor puede acabar siendo tan responsable del
resultado final como el propio director o el guionista.
Sucede sin embargo que, en
ocasiones, la cuestión sobre a quién pertenece la visión creativa dominante adquiere
unos límites un tanto difusos, especialmente en el caso de aquellos directores
y productores que poseen un genuino talento creativo y una marcada
personalidad. Prueba de ello es la aparición de la categoría del productor-director (o director-productor)
para definir tanto a directores (Capra, Wilder, Hitchcock o Spielberg) como a
productores (Selznick, Kramer o Lucas), cuyo rasgo común se centra en su
condición de autores principales de sus respectivos filmes, más allá de la
tarea concreta de dirección o producción que hayan desempeñado. Es más, lo que
este concepto pone de relieve, en opinión de David
Thomson, no es tanto la capacidad de algunos productores para actuar
como “cuasi-directores”, sino el talento de algunos directores para asumir las
tareas de producción y ejercer así un control total sobre la obra fílmica; en
este sentido, lo que este autor viene a sugerir es que la tarea de producción,
cuando es realmente creativa, puede adquirir mayor relevancia incluso que la
sola función de dirigir. Así por ejemplo, películas como Poltergeist o El secreto de
la pirámide, aunque hayan sido dirigidas por competentes hombres de oficio,
son esencialmente películas de Spielberg. De igual manera, nadie piensa en El imperio contraataca o en El retorno del Jedi como películas de alguien
que no sea George Lucas.
Por eso, otro destacado profesional como Robert Evans
–productor de Chinatown (1974), Marathon Man (1976) o Urban Cowboy (1980)–, reflexionando
sobre la relación entre directores y productores desde la perspectiva
creatividad-personalidad, señala: “Una película es una forma de arte
compartido. A lo largo de la historia del cine, salvo raras excepciones, las
mejores obras de los directores han sido realizadas en colaboración con
productores fuertes (...). Dentro de este entramado de colaboración, que tiene
que ver tanto con personalidad como con creatividad, hay que ser inquisitivo y
tener una actitud desafiante. A veces esto conduce a discusiones acaloradas,
pero las películas tienen una mayor probabilidad de triunfar si nacen de la
convicción y de la pasión”.
De la misma opinión se muestra un
director europeo bien conocido, como Jean-Jacques Annaud: “En
Europa decimos que se trata sólo del director; en América, que se trata sólo
del productor. La verdad no reside en ninguno de los dos extremos, sino en la
mezcla armoniosa de ambos. La mayoría de las películas que han resultado
exitosas desde el punto de vista artístico y comercial, han sido acometidas por
un productor y un director que se han entendido mutuamente y que han luchado
por hacer la película con un mismo objetivo (…). Sólo aquellos que han creado
la película –el guionista, el productor y el director– saben cómo va a
terminar. Si se dedican a pelear entre ellos, será un desastre”.
El equilibrio creativo cuando coinciden dos o más
egos suele resultar difícil. Sin embargo, en orden a conjugar la competencia
creativa del productor, por un lado, y el respeto a la necesaria autonomía del
autor (director o guionista), por otro, puede resultar muy útil la distinción
terminológica que Martin
Dale propone: “El autor del filme –el guionista y el director–
permanece como la aportación creativa originaria: debe ser respetado y debe
garantizarse para él la suficiente libertad. El productor, incluso cuando lleva
la iniciativa en la idea, es un ‘mecanismo de capacitación’: un creativo, pero
no el creador. Utilizando un ejemplo gráfico, el autor da luz a una criatura,
mientras que el productor actúa como la comadrona: sin comadrona, la criatura y
el creador están en peligro”. Se trata, por tanto, de tener clara la distinción
entre los términos creador y creativo, o lo que es lo mismo, entre la
facultad creadora o inventiva y la facultad creativa. La primera haría
referencia al acto de engendrar la historia y los personajes (creación “de la
nada”), y la segunda, a la capacidad de realizar aportaciones que mejoren más o
menos sustancialmente esa creación (como una “segunda creación” a partir de un
material preexistente). De este modo, el término creador se reserva, en sentido estricto, para aquella mente que da
origen a una idea o historia (el guionista) y para quien la transforma en un
relato audiovisual (el director); y el término creativo calificaría a aquel talento que actúa sobre esa materia
prima, desarrollándola o ayudando a plasmarla en imágenes y sonidos (productor,
director de fotografía, director artístico, montador, etc.).
Todo esto es, por supuesto, muy matizable. Y no
solo porque todo debate conceptual lo es, sino también porque entran el juego
las particularidades del proceso de creación de cada obra cinematográfica y el
talento creativo de quienes intervienen en ella. Así pues, resulta difícil
generalizar, aunque cualquier legislación sobre derechos de autor lo hace. A
ello dedicaremos el próximo artículo, enfocado en el caso español.
Una
versión previa de estas reflexiones se encuentra recogida en el artículo “El productor creativo: ¿tautología o excepción?”
© Alejandro Pardo, 2012. Quedan
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